

Nunca me habían gustado los perros y nunca, ni de pequeña, había soñado con tener uno, pero en esas Navidades estaba cansada, demasiado cansada para sentir incluso miedo de una responsabilidad tal. Debo confesar que el traerla a casa fue un acto absolutamente egoísta, no tenía ni idea entonces de lo que supondría ni para ella ni para mí tenerla en casa. Ese día sólo pensaba en cómo podría soportar aquella noche en la que entraba un nuevo año, un nuevo y primer año en el que la ausencia de mi madre pensaba no me iba a dejar respirar un minuto más. Así que aquel día poco o nada pensé en ese ser que entraba por mi puerta llena de miedos y desorientada. Sólo veía la mejor forma que se me había ocurrido de olvidarme de qué día era. Lola, la nueva habitante de la casa, pasó creo que una de sus peores noches, porque, como ya he aprendido luego, el ruido de los petardos le dan mucho miedo, y claro de una nochevieja qué íbamos a esperar. Todo esto unido a que era su primera noche en una casa que no conocía y que me empeñé en que durmiera en la cocina. La pobre, sólo espero haberla recompensado en tantas otras noches que nos hemos quedado dormidas acurrucadas en el sofá.


Ella es Lola, nació perra, como yo mujer, pero en el fondo, como con casi todos, es más lo que nos une que lo que nos separa. Y como esto pretende ser toda una declaración de gratitud y amor: Gracias, Lola. Te amo. ¡Feliz Cumpleaños!