Hoy retomo el camino, la inquietud y el esfuerzo de escribir...
Amenazo, vuelvo a escribir en éste, mi blog, como una Reina Tuerta en un mundo de ciegos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La piel del otro

¡Qué difícil es sentir la piel del otro! Y mucho más, sentirse en ella. Eso que llamamos empatía creo que es una mentira más de ésas que nos han vendido para que lleguemos a ser buenas personas, buenos ciudadanos, buenos amigos de nuestros amigos. ¿De verdad somos capaces de ponernos en la piel del otro?... En este momento de mi vida, que, por cierto, es más optimista, alegre y vitalista de lo que pudiera parecer por semejante pregunta, creo que no, que decididamente no.
Y es más, me pregunto si la razón no será una extraña imposibilidad física que tenemos de tan siquiera comprender o aceptar que existen personas diferentes a nosotros, a nuestro Santo Yo. Y lo curioso es que podemos llegar a entender qué está sintiendo el otro, el alius, el ajeno, otra cuestión es si decidimos hacer algo o no ante eso, pero de ahí a aceptar que es diferente a mí.... Eso, eso sí que nos cuesta.
No sé si estaré siendo ingenua o sencillamente negativa, pero creo que es ésa, nuestra imposibilidad de ver y reconocer a los demás, las diferencias de los demás, nuestro peor mal. Es más, incluso cuando creemos que lo estamos haciendo no es más que el fruto de un fatigador esfuerzo del que más pronto que tarde nos cansamos.
No es que piense que es imposible pero, tal vez,  siendo conscientes de esa tara emocional o física que nos limita sea más fácil predisponernos a ese esfuerzo. Quizás la ingenuidad sea pensar que la empatía es algo normal y al alcance de todos, que todos aceptamos alegremente que somos diferentes y que en realidad no nos conocemos. Nos juzgamos, calificamos y etiquetamos según somos, sentimos y pensamos. Y somos tantos y tantos, que así no hay manera.
Es una utopía poder ver al otro tal y como él o ella se ve, poder meternos  en su piel y entender a la primera lo que siente, lo que dice y por qué lo dice. Pero no lo es, o no debería serlo, el aceptar a estas alturas alguna que otra limitación más, a saber, que somos menos sabios de lo que nos creemos, menos buenos de lo que nos pensamos y que no siempre llevamos razón. Así que, aunque sea agotador y, a veces, doloroso, intentar ponernos en  la piel del otro puede ser una aventura de la que aprender. Seamos valientes. No es fácil.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Poema de El Lobo Bobo



                                                                                         Francisco Piniella

domingo, 27 de octubre de 2013

Lo que me gusta de los libros

 
Me gustan los libros. Me gustan mucho los libros. Y lo que más me gusta de ellos, es que da igual que leas uno en el que hayan mimado cada párrafo, que sientas cómo se acomodan las palabras para producirte esa caricia en el momento adecuado. Y saborear el gusto de cada palabra por el simple hecho de pronunciarla, de sentirla, de leerla, de ver cómo una detrás de otra componen la más bella de las estructuras. O, por el contrario, puedes encontrarte con esos libros en los que, quizás para contar la más bella de las historias, sólo han dejado deslizar por el papel las primeras palabras, sin importar cómo cayeran. Pero eso da igual. O casi. Porque cada libro me desafía con finales que, a veces, me parecen imposibles, con dudas de los protagonistas que hago inmediatamente mías, con posibles situaciones con las que me podría encontrar mañana y con respuestas que no dejo de cuestionar. Puede que sea mi carácter obsesivo, ése de no parar hasta arrancar la reja, o como sea el refrán. Pero la verdad es que poco me importa la calidad del libro cuando a psicoanalizarlo me dispongo. Anoche acabé uno y, como es habitual en mí, me he llevado todo el día intentando dar mis propias respuestas a las situaciones a las que se encontraba la protagonista.
En este caso y en cierto capítulo, ella se martiriza con cada detalle que tiene su pareja para con ella, porque piensa que es fruto de la culpabilidad que siente por una infidelidad del pasado. Nada del otro mundo, lo reconozco, pero a mí me ha dado para autofilosofear (si es que existe o existiera la palabra) y valga la redundancia, con una misma, todo el día. Y aquí es donde yo quería llegar. El libro, la novela en cuestión, que precisamente no es que  resalte por su calidad literaria, me ha servido para llegar a una conclusión, claro está después de una larga serie de preguntas. ¿Por qué valoramos tan poco las acciones que provienen del sentimiento de la culpabilidad?, ¿No es un sentimiento como otro cualquiera?, ¿Somos capaces de diferenciar qué nos mueve a realizar cada una de las acciones de cada día?, ¿De verdad creemos que las buenas acciones no están exentas de interés ninguno?... Es muy difícil saber qué te lleva a hacer cada cosa. Por culpabilidad hacemos muchas cosas al día, porque lo de la culpa lo llevamos en la sangre, y nos sentimos culpable cada vez que creemos no estar respondiendo a las expectativas del otro. Pero, claro, cuando la culpabilidad es del otro no solemos ser tan generosos, y rechazamos todo lo que venga de ella. Claro, nadie nos ha dicho que ser coherente sea fácil.
Así que lo que más me gusta de los libros, como de las buenas películas, es esa larga lista de preguntas que yo mismo me impongo a modo de deberes y que hasta que no les doy respuestas son mis compañeras fieles. Ellas con sus respuestas me ayudan a replantearme desde una simple opinión a mi opción de modo de vida. Me ayudan a reciclarme, a cuestionarlo todo. Y, al final, siempre gano. Unas veces porque me reitero en mis pensamientos y forma de ver la vida, y otras, porque me doy cuenta de lo terriblemente equivocada que estaba. Y, ahora que lo pienso, no sé qué me gusta más que me pase....
Vuelta a las preguntas, en fin, lo pensaré esta noche y ya os contaré. Y mientras, a seguir leyendo.
 

sábado, 6 de abril de 2013

El olvido que seremos

Hoy las palabras no son mías.Os dejo el enlace al blog de mi hermano.
Hoy hemos echado al aire las cenizas de mi padre.
Hoy es libre.

"El olvido que seremos"

lunes, 25 de marzo de 2013

Papá, cuéntame otra vez...

Hace unos días he podido disfrutar otro año más de un concierto, aquí en Sevilla, de Ismael Serrano. Para los que tenéis en estos días la suerte o desgracia de vivirme de cerca, supondréis que habré tenido que hacer algún que otro "encaje de bolillo" para asistir, pero bueno a estas alturas y también en estos días por fin aprendo que lo bueno bien merece la pena o las penas. Debo confesar que aunque, como diría mi amiga Yolanda, me había subido "al tacón" para dicha ocasión, iba realmente predispuesta a llorar. Y no me refiero a emocionarme echando una lagrimita con la primera canción que cantara. No. Me refería a darme la pechá, a hartarme, a que se me corriera el maquillaje, a que al día siguiente no pudiera ponerme las lentillas de lo hinchados que estarían los ojos, a molestar al de al lado con el jipido de la llorera, a montar un número, en fin... a quedarme verdaderamente a gusto.
   Y es que yo, en mi infinita sabiduría, estaba convencida de que refugiada en la impunidad de la oscuridad, rodeada de desconocidos y escuchando a ese hombre cantando, recitando o simplemente hablando, porque dicho sea de paso, le encanta oirse, tarde o temprano me arrancaría una lagrimita y el resto vendría por sí solo. Que qué es el resto os preguntaréis, pues todo un océano de lágrimas que también en estos días no encuentran momento ni lugar oportuno para salir, aunque sobren las razones. 
    Pero eso de planear nunca se me ha dado bien. Así que una vez más "mi gozo en un pozo". Porque aunque parezca mentira no lloré, vamos no lloré de pena, que era el plan, claro. Porque de la risa me harté, me dolía la barriga, la cara y todo el cuerpo de reírme.
   Y es que mi plan tenía más de un cabo suelto, el primero era que de repente me di cuenta de que me daba mucha pereza ponerme a llorar, vamos, que no tenía en realidad ninguna gana, y la segunda fue el no contar con que a cada flanco de mi butaca tenía a dos grandes amigos, de esos con los que afortunadamente te vuelves un poco niña y te entran ganas de reirte de todo y de repente no te da vergüenza de nada. Bendita amistad. Así que  debo confesar y esta vez no a mi pesar, que mi plan fracasó. Fue una velada estupenda, disfruté de las canciones, de los amigos y descubrí varias cosas que ya intuía, que pese a todo prefiero reirme, que incluso en estos días se puede y se debe elegir la risa y la alegría. Y que, hasta que pueda, esté o no, me oiga o no, le seguiré cantando a mi padre "Papá, cuéntame otra vez esa historia tan bonita..."