Hace unos días he podido disfrutar otro año más de un concierto, aquí en Sevilla, de Ismael Serrano. Para los que tenéis en estos días la suerte o desgracia de vivirme de cerca, supondréis que habré tenido que hacer algún que otro "encaje de bolillo" para asistir, pero bueno a estas alturas y también en estos días por fin aprendo que lo bueno bien merece la pena o las penas. Debo confesar que aunque, como diría mi amiga Yolanda, me había subido "al tacón" para dicha ocasión, iba realmente predispuesta a llorar. Y no me refiero a emocionarme echando una lagrimita con la primera canción que cantara. No. Me refería a darme la pechá, a hartarme, a que se me corriera el maquillaje, a que al día siguiente no pudiera ponerme las lentillas de lo hinchados que estarían los ojos, a molestar al de al lado con el jipido de la llorera, a montar un número, en fin... a quedarme verdaderamente a gusto.
Y es que yo, en mi infinita sabiduría, estaba convencida de que refugiada en la impunidad de la oscuridad, rodeada de desconocidos y escuchando a ese hombre cantando, recitando o simplemente hablando, porque dicho sea de paso, le encanta oirse, tarde o temprano me arrancaría una lagrimita y el resto vendría por sí solo. Que qué es el resto os preguntaréis, pues todo un océano de lágrimas que también en estos días no encuentran momento ni lugar oportuno para salir, aunque sobren las razones.
Pero eso de planear nunca se me ha dado bien. Así que una vez más "mi gozo en un pozo". Porque aunque parezca mentira no lloré, vamos no lloré de pena, que era el plan, claro. Porque de la risa me harté, me dolía la barriga, la cara y todo el cuerpo de reírme.
Y es que mi plan tenía más de un cabo suelto, el primero era que de repente me di cuenta de que me daba mucha pereza ponerme a llorar, vamos, que no tenía en realidad ninguna gana, y la segunda fue el no contar con que a cada flanco de mi butaca tenía a dos grandes amigos, de esos con los que afortunadamente te vuelves un poco niña y te entran ganas de reirte de todo y de repente no te da vergüenza de nada. Bendita amistad. Así que debo confesar y esta vez no a mi pesar, que mi plan fracasó. Fue una velada estupenda, disfruté de las canciones, de los amigos y descubrí varias cosas que ya intuía, que pese a todo prefiero reirme, que incluso en estos días se puede y se debe elegir la risa y la alegría. Y que, hasta que pueda, esté o no, me oiga o no, le seguiré cantando a mi padre "Papá, cuéntame otra vez esa historia tan bonita..."