Y es más, me pregunto si la razón no será una extraña imposibilidad física que tenemos de tan siquiera comprender o aceptar que existen personas diferentes a nosotros, a nuestro Santo Yo. Y lo curioso es que podemos llegar a entender qué está sintiendo el otro, el alius, el ajeno, otra cuestión es si decidimos hacer algo o no ante eso, pero de ahí a aceptar que es diferente a mí.... Eso, eso sí que nos cuesta.
No sé si estaré siendo ingenua o sencillamente negativa, pero creo que es ésa, nuestra imposibilidad de ver y reconocer a los demás, las diferencias de los demás, nuestro peor mal. Es más, incluso cuando creemos que lo estamos haciendo no es más que el fruto de un fatigador esfuerzo del que más pronto que tarde nos cansamos.
No es que piense que es imposible pero, tal vez, siendo conscientes de esa tara emocional o física que nos limita sea más fácil predisponernos a ese esfuerzo. Quizás la ingenuidad sea pensar que la empatía es algo normal y al alcance de todos, que todos aceptamos alegremente que somos diferentes y que en realidad no nos conocemos. Nos juzgamos, calificamos y etiquetamos según somos, sentimos y pensamos. Y somos tantos y tantos, que así no hay manera.
Es una utopía poder ver al otro tal y como él o ella se ve, poder meternos en su piel y entender a la primera lo que siente, lo que dice y por qué lo dice. Pero no lo es, o no debería serlo, el aceptar a estas alturas alguna que otra limitación más, a saber, que somos menos sabios de lo que nos creemos, menos buenos de lo que nos pensamos y que no siempre llevamos razón. Así que, aunque sea agotador y, a veces, doloroso, intentar ponernos en la piel del otro puede ser una aventura de la que aprender. Seamos valientes. No es fácil.