Hoy retomo el camino, la inquietud y el esfuerzo de escribir...
Amenazo, vuelvo a escribir en éste, mi blog, como una Reina Tuerta en un mundo de ciegos.

domingo, 20 de marzo de 2011

A la sombra de un león

Acabo de ver en el Facebook toda una muestra de provocación, y subrayo lo de provocación porque en los tiempos que corren y con la edad que ya tiene una, no puede llegar una vieja amiga, dedicarte una canción, rescatar del olvido cuatro recuerdos y luego marcharse de rositas. De eso nada, monada. Ahora te vas a enterar.
Y para que no creáis que deliro os muestro la prueba de tal infamia:

Esta canción la escuché mucho en casa de alguien que es importante para mí, entre Catilinarias y Cicerones. Cuánto latín, cuánta vida, cuántos sueños aún en los ojos. Chocolate blanco y Víctor Manuel.
Va por ti, Mari Ángeles.
Bueno, habréis visto que no mentía, es un asalto a mano armada a todo un pasado. Pero a fin de cuentas, un bendito asalto. Es increíble cómo almacenamos recuerdos. Unos, importantes, decisivos en nuestras vidas, sin los cuales hubiéramos tomado otro rumbo, otra senda, y otros, simples anecdotarios pero que le dan forma, color y olor a nuestro pasado. ¿Por qué unos se mantienen fieles en la memoria, recordándonos, a veces, a martillazos de dónde venimos, mientras tantos otros se cobijan a la sombra de un león? No lo sé. Pero esta tarde alguien ha rescatado del olvido un concierto de Ana y Víctor en aquel mítico teatro de verano José María Pemán. Corrían los 90 y con ellos nosotras detrás de nuestros sueños, que en aquel entonces ni siquiera sabíamos bien cuáles eran, pero sí que eran muchos. Y no voy a caer en sentimentalismos diciendo que nos queríamos comer el mundo y él nos comió. Porque no fue así. No es así. Éramos jóvenes, muy jóvenes, tal vez, de una forma que ahora nos cueste recordar. Es increíble cómo afloran los recuerdos, las emociones, con tan sólo desempolvar un poco el pasado. Han pasado ya casi 20 años de ese concierto, de las clases de latín en mi casa, en las que mi madre le daba cháchara antes de entrar, de las grabaciones en casete de Sabina, del chocolate blanco para la ansiedad, de los poemas, de los paseos, de las cartas en las que nos contábamos nuestros sueños, nuestros miedos, nuestras dudas y nuestras rendiciones. Y es que había tanto por delante. Pero no lo sabíamos entonces. Como tampoco todas las batallas que nos quedaban por delante y en las que no pudimos acompañarnos ni protegernos. Pero, ésas eran nuestras vidas, la de cada una, lo que nos tocaba vivir a solas. Hemos sido y somos unas grandes luchadoras, después de todo tanta traducción de las guerras romanas y espartanas debió imprimirnos cierto carácter. Carmen, ella, mi amiga, la infame que va a conseguir que hoy, a este paso, no cene, es toda una heroína, y esta vez no tiene tinte mitológico sino terrenal, muy terrenal. Ha luchado siempre, y digo siempre, por sus ideales, por sus valores, por su vida, mostrando una entereza que en nada se corresponde a su delicada alma. No podría tener otra profesión que la que tiene, poeta, por supuesto. Y su poesía la lleva a todos los aspectos de su vida, aunque a veces, tenga que ponerse una coraza muy dura y muy fea. Incluso, a veces, poco creíble. No sé por qué no os he hablado antes de ella, porque es vital para entender la persona que soy hoy. Por cierto, muy orgullosa de conocerme, pero de mí ya seguimos hablando otro día. Tuve la suerte de conocerla, de que pasara por mi vida y que lo mejor de ella se quedara. Le debo la devoción por Sabina, el gusto por la poesía y el valor para enfrentarse, una y otra vez, a la vida. Ella sí que un día, como dice la canción, llegó con su espada de madera y zapatos de payaso a comerse la ciudad. Y aún sigue en el empeño, a veces, Madrid se la come a ella y otras tantas resurge reclamando su sitio, su lugar. Pero es como la Cibeles, no hay quien la tumbe.
 
Es mi amiga, y hoy, más que nunca, agradezco el detalle de la vida de habérmela presentado.


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