"¡Me encantas, me encantas, me encantas!". Éstas y no otras fueron las sabias palabras que salieron de mi linda boca en el momento que la vi apoyada en la puerta de un local. Fue en Chueca, hace un mes, durante un paseo por el barrio y ante la mirada atónita de Jesús y algunos amigos que nos acompañaban. Ni siquiera me había atrevido a acercarme a ella, por aquello de la pesadez de los fans y de la cara de tontos que se nos debe de poner. Pero, por lo visto, poco me importó en ese momento, porque las palabras salieron de mi boca mucho antes de que pudiera pensarlas. ¿Qué maravilla, no?. A ella, a juzgar por su comportamiento y por la sonrisa tonta que también le iluminó la cara, pareció encantarle tal muestra de efusividad “controlada”. Y en ese momento seguí con mi locuaz verborrea y añadí: “Lo siento. Sé que estarás cansada de que te lo digan, pero te lo tenía que decir”. En todo esto, no olvidemos que yo seguía parada inmóvil en mitad de la calle y ella en la puerta del local. En ese momento, parecer una pesada, tener cara de tonta, que me temblara la voz y tener una dialéctica de un niño de infantil no parecía importarme en absoluto. Es más, por mí, y sin prisas le hubiese explicado a esa buena mujer toda mi teoría sobre que cuando tienes algo bueno que decir, no debes por nada callarte. Y en esa calle y ahí parada, ese lema era mi bandera, por lo que su respuesta no hubiese aminorado el orgullo que sentía por mí misma, por haberme atrevido a hablarle a ella, a una famosa,,, ahhhhh.
Pero, ingenua de mí, lo mejor estaba por llegar. Y es que ella, lejos de mostrarse indiferente, me dijo que no lo sintiera, que a ella le encantaba que se lo dijeran, y, a modo de confesión, que cuanto más años pasaban más lo agradecía y más bien le hacía oírlo. Y también fue ella la que insistió en que me acercara y nos hiciéramos una foto, ¡sin yo decirle nada!. Porque yo seguía ahí parada sin otra cosa que decir que “¡Es que te tenía que decir que me encantas, me encantas!” y sin otra cosa que pensar que “¡qué wonderfull es la vida cuando nos dedicamos y atrevemos a decirnos cosas bonitas, nos conozcamos de algo o, como en este caso, de nada!”.
Y ahí teníais que haberme visto. Cuando volví a la “realidad”, cuatro calles después, me sentí muy bien, no sólo por la amabilidad con la que me atendió, y por el beso y la foto que me llevé de regalo. Sino porque, al menos, por esa vez y como en los sueños de un mundo ideal, podías pararte frente a un desconocido, quitarte todos esos parapetos que llevamos a cuestas, abrir tus sentimientos en canal y, encima, recibir de regalo un beso. Así, sin heridos, sin bajas en el frente. Y es que, tal vez, todo sea más sencillo y sólo es cuestión de arriesgarte a tener “cara de tonta”. Pero ¿no creéis que merece la pena?... Yo estoy segura de que SÍ.
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Bibiana Fernández y mi "cara de tonta". |