No, tranquilos, no he equivocado el nombre de la novela. Anoche, en la Sexta y tras un intenso debate político sobre lo que todo el mundo estará hablando hoy, sí, la apabullante victoria de Syriza, pusieron, una vez más, la película El retrato de Dorian Gray. No me quedé a verla por más de una razón. La más elegante que puedo decir es que ya la había visto. Y no es porque fuera la versión de Oliver Parker, que también, para qué engañarnos, sino porque no me apetecía empezar a ver a las once y media de la noche -vayas horas de poner una película un domingo- una versión descafeinada y un tanto obsoleta de la novela de ese genio que fue Oscar Wilde. Directores de cine del mundo, me atraería más, pero mucho más, ver después de, si no me equivoco, dieciocho versiones ambientadas todas a finales del siglo XIX, una nueva versión actualizada, es decir, con unos personajes del siglo XXI, con unos Dorian y Basil de hoy, tal y como la hubiera escrito hoy el autor. Aunque, claro, eso sería igual de pretencioso como mi ilusión de que algún director de cine, primero, me esté leyendo y, segundo, le apasione la idea hasta tal punto como para hacerme caso. Es mucho pedir. Lo entiendo.
En fin, ya con los pies en la tierra, lo que sí es cierto es que me acosté con la dichosa película en la cabeza y que me llevé, como de costumbre, más de una pregunta a la almohada. Bueno, de ella, la almohada, ya hablaremos en alguna que otra ocasión porque esa sí que se merece una columna enterita para ella. Una santa, lo que yo os diga.
Se supone que la obra es un canto al hedonismo, eso sí, con sus buenos tintes de terror gótico, pero un canto, al fin y al cabo, al narcisismo y a una parte de la naturaleza humana, que habita o cohabita en cada uno de nosotros desde que el mundo es mundo. El deseo de la inmortalidad. El deseo de la eterna juventud. El deseo de la eternidad. La diferencia esencial, aparte de otras tantas, es que en 1890, cuando se publicó por primera vez, ese deseo era visto por la sociedad como algo inmoral, impúdico e, incluso, sacrílego. Era eso, un mero deseo con tintes de ciencia ficción, pero hoy día es un sueño que se nos vende al alcance de nuestras manos y que, cada día más, lo compramos. Ahora está bien visto y todos soñamos y nos esforzamos en parecer más jóvenes. Nos vestimos con ropas de adolescente hasta que la cremallera o el botón aguanta. Nos ponemos extensiones y lucimos melenas hasta los setenta. Lucimos uñas larguísimas de diferente textura y material de falsedad. Afloran en cada barrio los gimnasios y la media de sus clientes sube por año. Deboramos el botox y el ácido hialurónico como pipas, porque ya no valen mucho más que ellas. Pero, eso sí, algo no ha cambiado, seguimos sin hablar de la muerte, es más, el terror a nombrarla ha aumentado. Ante tanta impostora juventud quién va a pensar que un día nos tocará a nosotros. Imposible. Eso no nos puede suceder.
La ficción se nos habrá podido convertir en ciencia, pero, a nuestro pesar, Dorian y todos nosotros, tenemos en nuestra casa un espejo. Un espejo que cada día al desnudarnos ante él -el que se atreva, claro- nos devuelve la verdad de lo que somos. En eso no hemos cambiado tanto o nada, el que quiera puede seguir ocultando sus miserias y bajezas, pero sigue siendo también un acto de valentía el asomarnos y mirarlas a la cara, ya sea en un desván, en un retrato o en un espejo.
Yo, por si acaso, le hablo al mío, mi espejo, con mucho mimo, no le pido que sea excesivamente sincero, tan poco hace falta, solo espero que con algo de benevolencia, por su parte, y mi miopía, por la mía, nos llevemos bien hasta... ¿la eternidad?
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